SE ha marchado demasiado pronto. Demasiado quedo, demasiado rápido. José Ignacio de Domecq y Fernández de Bobadilla fue un señor en el más amplio sentido de la palabra. Un señor del vino de Jerez, cuyo paso de muchas décadas por la bodega de su familia marcó un hito para la calidad enológica del vino y el brandy de la Casa y para las relaciones exteriores del gran negocio bodeguero, ya que con sus primos hermanos Manuel y Beltrán formó un triunvirato de anfitriones tal vez irrepetibles, como lo habían sido sus respectivos padres en Jerez y México.
José fue el continuador de la obra de su padre ,'la Nariz', don José Ignacio, en el laboratorio de la bodega y como jugador y campeón de polo, toda su vida, en la cuadra de la calle Castilla y en Chapín y aún la continuó en su recreo de El Nazareno, donde llegó a construir un campo de polo privado, entre eucaliptos, como su bisabuelo Torresoto lo había tenido en la finca El Caribe, cuando el marqués trajo este deporte a Jerez, a final del siglo diecinueve. Y fue solícito cuidador de su madre en su retiro de Fuenbravía, como ella le había cuidado, de niño, en el jardín de la calle Cristal de sus abuelos don Enrique y doña Ángeles, entre institutrices inglesas y botas de roble.
La primera imagen juvenil que conservo de José Ignacio es en el Real de la Feria, montando su jaca, a la inglesa, y usando gafas de sol, cuando se lo rifaban las chicas locales de su quinta. Mas fue una brillante letrada de Barcelona a la que eligió para la madre de sus hijos, excelentes profesionales todos, entre los que ha heredado su gran olfato, en quinta generación, su hija, perfumista de tanto prestigio que la firma europea para la que hace sus creaciones le ha montado un laboratorio con una decena de asistentes en América, donde casó. Allí era donde José disfrutaba cazando en la Amazonia con su yerno, quien le enseñó a hacer un magnífico asado. Son recuerdos menores, pero muestran que fue un hombre cabal y feliz.
Siempre buen amigo de sus numerosos amigos, conversador reflexivo que manejaba con la singular habilidad de sus mayores la venencia y pausado el catavino, con La Ina. Hombre religioso, de terno azul cada primavera en San Miguel para ofrecer su brazo, orgulloso, a Marita de mantilla española, rodeados de su prole.
Hasta la Semana Santa anterior, solamente… Ahora, con la Resurrección de la Pascua, y sus sesenta y seis años, se ha marchado murmurando jaculatorias que le entonaban sus hermanos y primos más allegados. Descanse en paz, en el Majuelo del Señor.
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