lunes, 23 de agosto de 2010

El reloj se para y piensas



El reloj se me ha parado
a las siete menos cinco de la tarde.
Pero yo he seguido con mi vida. O puede
que la vida haya seguido conmigo
sin ser yo muy consciente de lo que pasa.
¿Qué más da lo que diga el reloj
si la luz se vuelve sombra y el tiempo
crece en la barba cana de mi cara?
He aprendido que la vida son sólo signos
o metáforas de una realidad incierta
que necesita de imágenes para ser
algo más que lo que es a primera vista.
El segundero quieto, como un augurio
de la muerte, como si fuera el momento
del juicio. –“Y tú, ¿qué has hecho?”. -¿Yo?
-“Sí, tú, ¿qué has hecho con los años de tu vida?”.
Y me paro a pensar y no acierto a decir nada
que no sea una excusa o una mentira.
Sólo recuerdo las manos de mi madre. Suaves,
pequeñas; recogidas en plegaria.
Las manos de mi madre, nerviosas,
fregando los platos o peinándome el alma.
No sé, imagino que habré hecho cosas
pero ahora todo se reduce a aquellas manos
que me lavaban por la mañana la mirada
de los ojos, y el pecho donde los sueños,
y por la noche la épica de las rodillas.
Por supuesto siempre con agua fría.
De todas las palabras sólo me vale una: “¡mamá!”,
que es de donde nacen todas las demás:
las más puras o desnudas, o esa otra poesía
que se hace a base de defectos y miserias.
Será que la vida te va dejando sin remedio
huérfano de enigmas y aventuras y misterios.
¡Qué serias se ponen las cosas con el tiempo!
¡Qué serias y qué ridículas y qué extrañas!
Y las agujas del reloj están ahí: fijas,
inertes, clavadas a las siete menos cinco
de una tarde que se muere sin prometer nada.
¿Mi vida? Un niño que juega en un largo pasillo
y que espera que alguien le devuelva las palabras.

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