El patriarca de González Byass hace en esta entrevista poco al uso un recorrido por su intensa vida, una trayectoria marcada tanto por su trabajo como bodeguero como por su amor a Doñana, a la ornitología y a la tradición familiar
Entrevistar a Mauricio González- Gordon es tremendamente fácil. A sus 85 años (Londres 1923) disfruta de una vida repleta de anécdotas, experiencias, buenos y malos ratos. Cuando habla de sí es capaz de recordar datos de hace seis décadas con una facilidad que causa pasmo, sobre todo si se trata de la ornitología —la ciencia de los pájaros—, el Parque Nacional de Doñana o González Byass, que han sido tres de las mayores pasiones de su vida junto a su familia. Vayan aquí algunos retazos de su vida, una trayectoria que el próximo martes será premiada en la Real Gran Peña de Madrid por ese colectivo de jerezanos en la distancia y en la añoranza llamado ‘Jerezanos de la Diáspora’.
en londres
“De los cuatro hermanos, dos varones y dos hembras, los dos mayores nacimos en Inglaterra y los más pequeños en Jerez, concretamente en la calle Pizarro. Vine al mundo en Hamptown Hill, una aldea pequeña de Londres. Recuerdo que cuando llegué a Jerez los otros niños me llamaban ‘El Inglés’ y eso me fastidiaba enormemente. Se lo conté a mi padre y él me dijo “diles que tú has tenido la suerte de nacer debajo de una cepa y eso para nosotros es importante”. Esa cepa está junto a la aldea, concretamente en el Palacio de Hamptown Court. Allá, en el siglo XVII, el rey hizo unos jardines fantásticos y plantó una parra. Por eso decía que nací bajo ella. Hace unos años volví por primera vez a la aldea londinense donde nací. Allí me enteré que es la cepa viva más grande y longeva del mundo. Fue plantada nada menos que en 1786”.
“Recuerdo una historia curiosa. Resultó que al bautizarme en la parroquia de la aldea, mi padre habría deseado que el padrino fuera mi abuelo, pero la distancia era insalvable. Paco Andes, Conde los Andes, estaba viviendo una temporada en Londres y allí recibía el periódico de Jerez, que por entonces era ‘El Guadalete’. Estuvo encantado de llevarme a la pila, pero cuando me tuvo en brazos en plena ceremonia comenzó a envolverme con el periódico. “¡Para que se vayan los mengues (malos espíritus) ingleses!”, proclamó. Cuando el sacerdote pidió explicaciones mi padre le dijo lo primero que se le ocurrió: “Es una forma nuestra, de allá del sur de España, para atraer la suerte”, le dijo”.
“Allí hablábamos inglés. Teníamos una gobernanta que nos hablaba en inglés y mi padre nos decía que esos pocos peniques que nos daba a la semana se acababan si nos pillaba hablando español en la mesa. Aprendimos a hablar inglés, nuestras primeras letras fueron inglesas. Éramos bilingües a muy tierna edad. Fue a los cuatro años cuando me vine a Jerez definitivamente, allí a la calle Pizarro, donde hoy en día está el hotel. La casa que mi propio abuelo, Pedro Nolasco González Soto, construyó”.
la vida
“Desde que éramos muy pequeños nos llevaban a ver a los ratoncitos subir la escalerita en la bodega y beber vino, es algo que gusta mucho a los niños. El contacto con la bodega era muy frecuente, pero había que estudiar y estudié con un profesor particular maravilloso. Se llamaba José López-Cepero, que era estupendo. Antes de ingresar en el Instituto ‘San Juan Bautista de la Salle’, en Cristina, mi padre me comentaba que había que conocer los trabajos, que además de la teoría hacía falta la práctica. Él fue ingeniero. Lo quiso estudiar en Madrid pero veía muy mal y allí exigían muchísimo dibujo. Por ello se fue a estudiar Ingeniería a Alemania sabiendo hablar español, inglés, francés y un poco de alemán. Cuando terminó los estudios pidió su título y le dijeron que para ello debía ‘cumplir’. “Usted ha terminado los estudios y ahora debe elegir una fábrica donde lo desee. Cuando demuestre con un certificado que ha trabajado de obrero seis meses le daremos el título de ingeniero”. Así se lo dijeron. Era un sistema bueno para demostrar que no solo sabías teorías sino que también conocías la práctica y lo que era trabajar. Trabajó seis meses en un astillero de Glasgow. Me decía siempre: “Aunque te cueste intenta hacer algo similar. Es un mundo que hay que conocer. Lo que no vale es apartarse de una parte de la vida”. Por entonces, en el 39, al final de la Guerra Civil, había en Jerez una fábrica de aviones de caza, que se llamaba el ‘Taller del Aire’. Allí se montaba y se fabricaba parte de un avión ruso que aquí era llamado el ‘Rata’, el nombre ruso era ‘Polikarpov’ y se le consideraba el mejor caza del mundo. Era monoplaza. Yo entré allí a realizar trabajo de lima. La prueba que me hicieron para ver si podía ascender consistía en hacer en el centro de una pieza de hierro de poco menos de un centímetro de grosor un orificio triangular perfecto, donde después debía encajar una pieza triangular. Todo ello a mano, a lima. Después se comprobaba al trasluz que el ajuste era perfecto. Era artesanía, pero incomparable con los trabajos que hacían los grandes limadores. Aquello eran obras de arte. Allí conocí a personas extraordinarias, muy buenos amigos, trabajábamos 10 horas y media al día y ganaba 4,5 pesetas al día, que era mucho dinero en aquella época. A mí, como era alto y delgado, me metían en el fuselaje de la cola porque había que, o bien apretar tuercas, o agarrarlas por dentro para que otro las apretara por fuera. Cuando me dijeron que aquello que habíamos montado debía volar, comencé a pensar si me había dejado alguna tuerca suelta. Ese día, según supimos después, todos teníamos el mismo temor. Éramos 300 obreros, también había mujeres, aunque pocas. Fuimos con el avión a la base de ‘La Parra’ para verlo volar. Teníamos un piloto de pruebas llamado Aresti que se hizo muy famoso. Uno de los encargados dijo que aquel día el avió sólo levantaría el morro. Pero despegó rapidísimo, se fue a las nubes, se puso boca abajo y el motor, lógicamente, se paró. Aresti lo hizo queriendo pero nosotros no lo sabíamos. Para arrancarlo tan sólo podía hacer una cosa caer en picado. Así lo hizo pero justamente encima de nosotros. Veíamos a nuestro avión cayendo sobre nosotros pero con tiempo suficiente se enderezó. Se oyeron 300 suspiros en la pista. Era un tío bravo el tal Aresti. Fue varias veces campeón del mundo de vuelo acrobático e inventó un sistema por el que los pilotos podían entenderse aunque no hablaran la misma lengua. Se llama el Aresti Sistem y aún se sigue utilizando”.
Pasión por las aves
“De niño, con 8 años, ya me gustaba salir al campo a tirar a las codornices, a los conejillos... Fue allí donde mi padre me enseñó a reconocer las primeras especies de aves, a diferenciar a los machos de las hembras. Me empecé a aficionar a los animales a reconocerlos. Él me obligaba a aprender el nombre de cada ave en español y en inglés. Carlos Williams, hermano de Guido Williams, también era un buen entendido. Así me comencé a aficionar. Cuando venía algún inglés aficionado a la ornitología me pedía mi padre que le acompaña. Había muchos ingleses aficionados a las plantas, recuerdo a uno de ellos que vino a Jerez buscando un lirio especial. Había dos ingleses muy especiales e interesantes, los señores Chapman y Buck. A mediados del XIX vinieron y escribieron obras sobre España. Les llegué a conocer. Fue mi padre quien me animó a abundar en este conocimiento. Conocí a José Antonio Valverde en Madrid y a Paco Bernis, profesor universitario. Un día me dijeron que querían conocer Doñana. Fue allí donde les dije: “Es curioso que los ingleses tienen en seguida una sociedad para cualquier cosa y aquí, con la cantidad de especies de aves que tenemos, no nos organizamos”. “Aquí ya somos tres, ¿por qué no hacemos una sociedad?”... Al poco éramos los tres primeros y otros tres amigos. Fue Bernis quien propuso la idea de hacer una lista patrón de las aves de España. Allí incluiríamos todas las aves y sus nombres y aquella que no tuviera denominación le buscaríamos una teniendo en cuenta su nombre inglés y francés. Así, fuimos inventando nombres parecidos. Llevamos la lista al Gobierno. “Ésta es la propuesta que le presenta la Sociedad Española de Ornitología”, le dijimos al funcionario dándole mucha importancia a una asociación que sólo tenía seis miembros... pero aquel era un dato que no había por qué mencionar. Cada mes íbamos por allí. “¿Cómo va?”, preguntábamos. “Ahí lo estamos estudiando”, respondían, dándonos la impresión de que lo tenían perdido en el montón. Al tercer mes nos dijeron que estaban aprobados. Y de esta forma se aceptaron esos nombres oficiales. La verdad es que he bautizado a un montón de pájaros. De aquellos seis de los inicios de la Sociedad Ornitológica Española ahora somos miles”.
La bodega, la familia
“González Byass la inició mi tatarabuelo. Su padre vivía en Madrid, en Palacio. Era miembro de Seguridad de Carlos III, al cual le fastidiaba que este ‘niñato’, siempre tan bien vestido, estuviera dándole coba a las señoras, siempre conversando... Se ve que el Rey pensó que podía montar problemas y lo ascendió. Le hizo administrador de las Salinas Reales y lo mandó a Sanlúcar. Fue allí donde se casó y nació Manuel María González. Mi bisabuelo trabajaba en Cádiz en un banco y vio tanto la enorme cantidad de botas de vino que salían por el puerto como la gran cantidad de dinero que entraba en el banco. Por eso se vino a Jerez con su tío, que se llamaba Pepe. Éste le dijo: “Tú no sabes nada de vinos, yo sí que sé de vinos. No quiero nada a cambio, ni una gorda, pero si me das una cajita de vino, me vale. Además quiero una llave para entrar y salir a mi antojo de la bodega”. Fue en una minúscula bodega donde se montó la primera solera de Tío Pepe. Él venía con los amigos a tomar sus copitas, hasta colgaban jamones en las vigas. Y aquellas botas, a las que mi bisabuelo señala con tiza ‘la solera del Tío Pepe’, comenzaron a ser conocidas en todo Jerez por el vino del Tío Pepe. Ayudó mucho a su sobrino. Hizo una gran labor. Ahora, se puede decir que estamos en los choznos, es decir que vamos a conocer a los hijos del tataranieto del fundador, o lo que es lo mismo la quinta generación”. “Los distribuidores ingleses que trabajaban con mis abuelos eran los Byass, que tenían un negocio de distribución. Acabamos siendo mitad y mitad. Poco a poco, dado que los ingleses no suelen tener tantos hijos como los españoles, esta familia al final fue perdiendo el interés por el negocio. Y les compramos su parte. Hace ya muchos años que el 97% de González Byass es de la familia, con un 1,5 de nuestro distribuidor japonés y otro del distribuidor suizo. Ellos mismos así lo han querido. Nos decían: “Hemos trabajado mucho con ustedes y nos encantaría decir que somos accionistas de González Byass por donde quiera que vayamos. Obviamente, relataban, ¡nadie nos va a preguntar si tenemos la mitad del negocio o menos!”. Así seguimos con la bodega, de generación en generación. Mis nietos son ya los choznos de que antes le hablaba del hombre que fundó la sociedad. En los negocios, siempre lo he dicho, hay dos tipos de interés. Sigues en él porque ganas dinero y te dices que mientras le sigas ganando todo irá bien, y hay otro tipo de interés que ese que hace referencia a reflexiones como la siguiente: Esto es lo que siempre hemos hecho, creemos que lo hacemos mejor que los demás y estamos ahí, compitiendo. La competencia es importante en la vida. Además, la competencia siempre atrae”.
El sueño
“Mi sueño siempre ha sido continuar. Me interesa mucho lo que la familia ha hecho y me encantaría ver a la sociedad seguir. Las cosas pasan del padre al hijo y del hijo al nieto y si al final el negocio no va tan bien, el negocio se vende. Es una pena. Tengo un único hijo, es el presidente de la empresa. He visto desde el principio en él mucho interés, le gusta mucho el tema y no lo hace mal. Podría haber sido una pena que no le hubiera gustado. Otros primos han tenido hijos que no han tenido tanto interés y lo han dejado. Si eso comenzara a suceder en la familia se terminaría vendiendo la compañía. Y eso, en vez de sueño se convertiría en mi pesadilla”.