EL temple de una persona no se conoce cuando ha de actuar, sino cuando tiene que elegir. Muchos de los actos prudentes de mi vida han nacido del miedo y actos temerarios han surgido de un puro instinto de conservación; sin embargo, todas las elecciones que he adoptado me han exigido cierto grado de reflexión. Y es que elegir significa etimológicamente "sacar", "arrancar", esto es, decidir cuáles de entre las cosas que forman un todo deben ser eliminadas para que subsista una sola de ellas, la elegida.
Hoy he hecho una elección, después de habérmela pensado mucho: mañana mismo dejaré de vivir con ella, la sacaré para siempre de mi vida.
La idea me vino un día de hace casi dos meses y desde entonces se me hizo obsesiva. Una mañana, mientras paseaba por la calle Larga, me miré de refilón en un escaparate y reparé en ella. Me resultó extraño porque una mirada como esa se me había escapado muchas veces y jamás advertí que el cristal reflejara dos presencias. Y es que convivíamos juntos desde hacía tantos años que había llegado a considerarla como una mera prolongación de mí mismo : ella era tan mía como mis recuerdos o mi risa, y yo tan de ella, como su sombra o su perfil.
Sin embargo, ese día dudé de si quería seguir viviendo con ella el resto de mi vida. Ni siquiera fui capaz de discernir entre si la quise en realidad alguna vez de un modo irrefutable o sólo la acepté en mi vida por un desolador deseo de esconderme de todos. Incluso de mí mismo.
Debo reconocer que durante el tiempo que hemos vivido juntos ella ha puesto mucho más que yo en la balanza. Acaso -y ahora me duele constatarlo - yo puse nada más que capricho, porque hasta en el afán de que todos la vieran siempre hermosa, había mucho de engreimiento y de orgullo. Sé que ella, en cambio, se me entregó con una generosidad ilimitada, sin esconder una sola intención de utilidad.
A pesar de todo, desde que, al poco de cumplir diecinueve años, llegó a mi vida, jamás he presumido de nada ante todo el mundo como de ella. La convertí en la gran razón de mi vanidad. Ahora, en cambio, siento que nuestra convivencia se sustenta sólo en la rutina. ¿Y qué es la rutina sino la expresión suprema de la indiferencia?. En eso se ha convertido para mí : en una inercia, una costumbre más, como la de leer, fumar o pasear por las tardes. Me da igual si paso un día entero sin ni siquiera rozarla.
Esta noche, la última que he vivido junto a ella, me resultó horrible. La calle iluminaba la habitación con una luz sobresaltada y triste y no podía dormir, desvelado por mi intención culpable. La lluvia pegaba sus ojos húmedos a los cristales de la ventana, como esperando ser testigo de mi maldad.
Anduve dando vueltas y más vueltas en la cama, tratando de tejer excusas para mi propósito, pero la conciencia no cesaba de reprocharme : "¿Sólo por romper una costumbre vas a apartarla de tu lado. Qué harás después. No tienes ya sabido que nada infunde tanta confianza al hombre como una rutina, por eso cuando un hombre pone fin a una costumbre, es sólo para iniciar otra?".
Me he levantado temprano, con la firmeza del miserable y preparé el desayuno. Al verla reflejada en el espejo del aparador, tan confiada, empezó a fallarme el ánimo. Apuré el café. Volví a la habitación y me demoré mirando por la ventana. El asfalto desliaba su cinta serena delante del parque y un niño lo cruzaba de la mano de su madre. "El amor ampara, no agrede", me dije. Comprendí que andaba remoloneando y que si no lo hacía inmediatamente, no lo haría nunca.
Comencé a ejecutar mi plan tal como lo tenía trazado. Primero, le acaricié lentamente el pelo. Mis dedos trémulos se perdían en sus rizos. Luego, me repetí las razones que había buscado para justificar lo que me disponía a hacer, sopesando una por una. Dudé.
No escuché ni una queja ni un reproche. No parecía que yo la expulsara de mi lado, sino que ella se echase a volar. Temblaba igual que un gorrión mojado. Se me saltaron las lágrimas al verla tan desmadejada, tan absolutamente rota. Un minuto después, desapareció para siempre de mi vida. Me vino entonces una angustia terrible y sentí, horrorizado, que la echaba de menos. No me veía sin ella.
Han transcurrido más de dos años y su recuerdo me sigue doliendo hasta lo más hondo. Entonces, imaginaba que la tristeza por aquella elección dramática se iría derritiendo en el tiempo. Sé que dura mucho más el dolor de corazón que el propósito de enmienda, pero estoy seguro de que me mantendré firme. Jamás en mi vida volveré a pasar por este desconsuelo. No volveré a dejarme barba.
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