martes, 22 de julio de 2008

En la muerte del padre Carlos

DOS meses. El martes veinte de mayo, un martes cualquiera de la vida pública de nuestra Academia, al término de la sesión me llegó la noticia de que el Padre Carlos había ingresado de urgencia en el Hospital. Si la noticia ya era alarmante sus circunstancias eran llamativas ya que ese mismo día asistí a la misa de una y media en San Marcos y viéndolo allí celebrar, bajar tan diligente la escalinata del presbiterio para hacer la reserva del Santísimo en la capilla del Sagrario, incluso pensé en la fortaleza de este sacerdote ejemplar.

Pienso, don Carlos, y esto usted bien lo sabe, cuantas vueltas le doy a la estocástica, ciencia del azar; a la heurística, que estudia los hallazgos y a la hermenéutica como hecho interpretativo. Hoy quiero interpretar ese inesperado encuentro con usted en su última eucaristía de aquella tarde. Y la interpreto como una llamada a la fé. A quien participó tan vivamente en la caridad, en esa cola incesante de los necesitados a la puerta de su despacho que no sólo buscaban la ayuda material sino también la espiritual.

Hace cuarenta años en su discurso de ingreso en la Academia nos recordaba que el hombre era el factor primordial del desarrollo, y nos lo decía un intelectual no sólo tocado por la mano de Dios sino también inmerso en un conocimiento profundo del ser humano. Es la hora de emplearse a fondo, nos decía, cuando esta fue la norma de su vida. Darse a los demás con generosidad en nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy, don Carlos, quiero interpretar lo que siempre le oí. La fé nos hace confiar en la misericordia de Dios. Ese Dios que ya lo tiene en su Reino.

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