JOSE MANUEL AGUILAR CUENCA
YO nací en Madriz. Me crié en un barrio del Sur de esa ciudad y viví sus increíbles años ochenta, pudiendo así asistir a un momento de explosión cultural que asombró a Europa. Jamás olvidaré los conciertos en Camoens, las primeras exposiciones en el recién estrenado Museo Reina Sofía o la lectura de mil fanzines irreverentes e irrepetibles. Sin embargo, al cumplir la mayoría de edad lo dejé todo, familia, trabajo con contrato indefinido, amistades, y me hice andaluz. Me dio la gana. Era la tierra de mi padre, aquélla de la que había oído hablar y de la que toda mi gente había tenido que emigrar para huir del hambre. Hoy llevo más años de mi vida en Andalucía de que los que viví en Madrid.
En la anterior crisis, tras la gloria fatua de la Expo sevillana y la Olimpiada barcelonesa, el desempleo me empujó, una generación después, a volver a Madriz. Lo que iban a ser dos meses se convirtieron en quince y, aunque en todo momento consideré que aquello no era más que un pequeño paréntesis, en esta ocasión me busqué una casa donde disfrutar de aquella ciudad. Elegí el barrio de Entrevías. Era económico, estaba rodeado de gente trabajadora y, sobre todo, disfrutaba de un servicio de Cercanías que, quince años después, sigo envidiando para cualquiera de nuestras ciudades del Sur.
Durante todo aquel tiempo cogí, cada día al menos en cuatro ocasiones, aquellos trenes que iban a Atocha. Trenes nuevos, limpios, atestados de gente como yo que iba a sus trabajos, al instituto o a darse una vuelta a Madriz, como si Vallecas fuera un califato independiente y no un barrio más. Anduve por el Pozo del Tío Raimundo, compartiendo noches de flamenco con Carmen Linares y el después, que es lo mejor: quedarse bebiendo vino fino de aquella tierra que habíamos tenido que abandonar tantos y que no hacíamos más que recordar, para cantar, ya a solas y unos pocos, hasta que la noche daba paso al alba. Mi vida fue entonces la Avenida San Diego, el Mercado de la Albufera y el Parque Fofó.
El 11 de marzo de 2004 hacía diez años que había vuelto a ser andaluz en Andalucía. Entonces todo cambió. Muchos de aquéllos con los que había compartido trayecto murieron a causa de una furia que, hasta ese mismo instante, veíamos lejana y ajena. Yo, andaluz, sentí como nunca había sentido hasta entonces que era de Madriz, que podía haber sido cualquier de aquellos y que tenía la inmensa suerte de haber elegido otro destino.
Han pasado cinco años y nada parece haber cambiado. Seguimos sin entender al otro, cuando cada vez más ese otro es nuestro vecino, cuida de nuestro padre enfermo o es el que nos atiende en la frutería. La enseñanza que dio el pueblo llano, aquel que coge trenes de Cercanías, aquel que tiene que levantarse temprano cada día para buscarse un futuro, parece olvidada. En él no caben declaraciones altisonantes y huecas, ni cumbres que no llegan a nada. Sale a la calle y, al grito de "porque me da la gana", lo mismo te monta un motín por el largo de la capa que le da un vuelco a unas elecciones cantadas. Si nuestros políticos, tan acostumbrados a gobernar con el ojo puesto en la encuesta de turno, se olvidan de ello, se están olvidando de los que murieron, pues nada aprendimos de su involuntario sacrificio. Todos somos responsables de ello y no debemos dejar escapar la más mínima oportunidad para recordárselo.
Cinco años después la sociedad tiene otras preocupaciones. El fin de la primera década de este siglo nos ha traído la inquietud por conservar el empleo y no perder nuestro artificial tren de vida. Ante este panorama ahora nos amenaza la epidemia de la xenofobia, en estos momentos en que ellos no parecen tan necesarios. De su mano viene la intolerancia y, una vez más, el riesgo de vernos mutuamente como enemigos. Si así lo hacemos, daremos la razón a aquéllos que asesinaron a casi dos centenares.
El futuro de nuestro país es el de una sociedad multicultural en donde todos debemos tener cabida: españoles y el resto de europeos, pero también africanos, latinoamericanos o asiáticos. Si ellos lo necesitan para salir adelante, nosotros no lo necesitamos menos y, a fin de cuentas, ése es también nuestro pasado.
El 11 de marzo de 2004 todos fuimos de Madriz, y lo que no debemos olvidar nunca es que, si no nos exigimos a nosotros mismos cambiar las cosas, en cualquier momento podemos volver a serlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario